A veces creo que mi
habitación es el refugio ideal donde puedo estar en paz y tranquilo.
Imagino que es una trinchera en la que me resguardo del campo de tiro
que hay en el exterior. Mi objetivo no es otro que encontrar la calma
y la soledad absoluta. Quiero ser invisible; que nadie sepa que
existo. Me tumbo en la cama y observo detenidamente el techo. Hay una
telaraña en un rincón, pero me da igual ¿Qué más da que esté
ahí? Cierro los ojos y me hundo más y más en la cama. El colchón
parece estar hecho de chicle. Las sábanas se tragan mi cuerpo como
si fueran arenas movedizas. Me hundo a través de una puerta
espacio-temporal que me conduce hacia otros mundos en otros tiempos.
Quiero viajar hasta la Grecia clásica, quiero hablar con Platón,
quiero pasear por las ágoras junto a Sócrates y escandalizar a unos
cuantos mediocres. Me encantaría haber vivido en ese tiempo, por
aquel entonces la gente no tenía nada mejor que hacer: pasear y
filosofar. Hoy en día no se puede encontrar una plaza así, llena de
idealistas en la que se puedan hacer disertaciones filosóficas sobre
la vida y la muerte. Si ahora saliese de mi zulo y comenzase a
preguntar a los transeúntes si ya están preparados para la muerte
lo más seguro es que me encerrasen en un manicomio. En Grecia sabían
lo que era bueno: comenzaban discutiendo sobre cuántas partes tenía
el alma y acababan montando una orgía.